En las altas horas de la noche, cuando todo parece dormido y sólo se
escuchan los gritos rudos con que los boyeros avivan la marcha lenta de
sus animales, dicen los campesinos que allá, por el río, alejándose y
acercándose con intervalos, deteniéndose en los frescos remansos que
sirven de aguada a los bueyes y caballos de las cercanías, una voz
lastimera llama la atención de los viajeros.
-¡Ay mis hijos!
Es una voz de mujer que solloza, que vaga por las márgenes del río
buscando algo, algo que ha perdido y que no hallará jamás. Atemoriza a
los chicuelos que han oído, contada por los labios marchitos de la
abuela, la historia enternecedora de aquella mujer que vive en los
potreros, interrumpiendo el silencio de la noche con su gemido eterno.
-¡Ay mis hijos!
Era una pobre campesina cuya adolescencia se había deslizado en medio de
la tranquilidad escuchando con agrado los pajarillos que se columpiaban
alegres en las ramas de los higuerones. Abandonaba su lecho cuando el
canto del gallo anunciaba la aurora, y se dirigía hacia el río a traer
agua con sus tinajas de barro, despertando, al pasar, a las vacas que
descansaban en el camino.
Era feliz amando la naturaleza; pero una vez que llegó a la hacienda de
la familia del patrón en la época de verano, la hermosa campesina pudo
observar el lujo y la coquetería de las señoritas que venían de San
José. Hizo la comparación entre los encantos de aquellas mujeres y los
suyos; vio que su cuerpo era tan cimbreante como el de ellas, que
poseían una bonita cara, una sonrisa trastornadora, y se dedicó a
imitarlas.
Como era hacendosa, la patrona la tomó a su servicio y la trajo a la
capital donde, al poco tiempo, fue corrompida por sus compañeras y los
grandes vicios que se tienen en las capitales, y el grado de libertinaje
en el que son absorbidas por las metrópolis. Fue seducida por un
jovencito de esos que en los salones se dan tono con su cultura y que,
con frecuencia, amanecen completamente ebrios en las casas de
tolerancia. Cuando sintió que iba a ser madre, se retiró “de la capital y
volvió a la casa paterna. A escondidas de su familia dio a luz a una
preciosa niñita que arrojó enseguida al sitio en donde el río era mas
profundo, en un momento de incapacidad y temor a enfrentar a un padre o
una sociedad que actuó de esa forma. Después se volvió loca y, según los
campesinos, el arrepentimiento la hace vagar ahora por las orillas de
los riachuelos buscando siempre el cadáver de su hija que no volverá a
encontrar diciendo entre sollozos ¡Ay mis hijos!
Esta triste leyenda que, día a día la vemos con más frecuencia que ayer,
debido al crecimiento de la sociedad, de que ya no son los ríos, sino
las letrinas y tanques sépticos donde el respeto por la vida ha pasado a
otro plano, nos lleva a pensar que estamos obligados a educar más a
nuestros hijos e hijas, para evitar lamentarnos y ser más consecuentes
con lo que nos rodea. De entonces acá, oye el viajero a la orilla de los
ríos, cuando en callada noche atraviesa el bosque, aves quejumbrosos,
desgarradores y terribles que paralizan la sangre. Es la Llorona que
muriò completamente loca y busca a sus hijos gimiento en las noches… ¡Ay
mis hijos!
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