El cuarto del monstruo
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-No, mamá… no me encierres en el cuarto del monstruo… - gimió Andrés.
-Andrés, deja de lloriquear y acepta el castigo como un niño grande -
contestó María. Además, te he dicho mil veces que olvides esa patraña
del monstruo que ya somos mayorcitos.
-Pero no fui yo quien pinté la pared de mi cuarto, fue Luis.
-No acuses a tu hermano, sabes que fuiste tú. Te manchaste las manos de pintura.
-Porque quise borrarlo para que no lo vieras.
-Se acabó la discusión. Reconoce tus errores y acepta el castigo.
-Pero mamá, el monstruo…
-¡Se acabó! Los monstruos no existen, solo buscas eludir tu castigo.
-Me comerá…- sollozó Andrés entre lágrimas.
Andrés, con sus diez años recién cumplidos, sabía entre otras
cosas que lo reyes magos eran los padres, sabía cómo se hacían los
niños, y también sabía que los monstruos no existen. Pero también sabía
que si no entraba en el cuarto del monstruo, no tenía que preocuparse
por eso.
Su hermano pequeño, Luis, observaba la escena desde el pasillo con el
miedo pintado en su cara, ante la posibilidad de que a su hermano mayor
le hicieran entrar en aquel cuarto. Andrés le había explicado infinidad
de historias sobre él, y Luis, por supuesto, las creía todas a pies
juntillas, (los hermanos mayores lo sabían todo). Andrés le
miraba intentando que su hermano aceptara la autoría del suceso y le
evitara así el castigo que se le venía encima, pero el terror en los
ojos del pequeño le hizo comprender que no sería así.
-Mamá, por favor, te lo suplico…
-Si no entras ahora mismo no saldrás hasta la hora de la cena.
Andrés abandonó toda esperanza de evitar lo inevitable. Bajó la
cabeza y una lágrima se precipitó en caída libre hasta la moqueta. Dio
media vuelta sobre sus pies y un paso tras de otro, mirando al suelo,
se encaminó hacia la planta baja donde se ubicaba el cuarto de los
trastos. Su madre le vio desaparecer escaleras abajo poniendo los ojos
en blanco, preguntándose que había hecho ella para tener que lidiar con
un hijo como aquel.
Fue la última vez que vio a Andrés.
La policía dijo que debió salir por la puerta del garaje y perderse
después por las calles de la urbanización, con la oscuridad y el frio
por techo. Que podría haber caído en un canal de agua de riego cercano, o
haber llegado a la carretera, o…
Se hicieron muchas conjeturas pero nunca encontraron a Andrés.
Pasaron dos años con todos sus segundos, uno detrás de otro. Y María
olvidó que tenía otro hijo, incluso olvidó que ella misma estaba
viva. Sus cajones se llenaron de píldoras y sus ojos de dolor y de
amargura.
El día que llamo la policía para comunicarle que el expediente de la
desaparición de su hijo sería archivado, María supo lo que tenía que
hacer.
Entró en la habitación de su hijo y cogió la fotografía que mostraba a
Andrés y a ella en la puerta de entrada a casa, unas semanas antes del
día en que cambió su vida para siempre. Su corazón se comprimió un poco
más y acabó por exprimir las últimas gotas de sensibilidad que
quedaban en sus venas. Con la fotografía en la mano bajó las escaleras
que conducían al garaje, que no había vuelto a pisar desde entonces.
La puerta del cuarto en cuestión estaba abierta, como si quisiera
invitarla a discutir sobre un problema largamente demorado. Se detuvo
justo delante y con los ojos perdidos en una dimensión solamente
discernible por las personas que han sufrido un dolor intolerable, miró.
Y vio lo que había bajado a ver.
-Ya voy cariño…- dijo con un hilo de voz.
Lo último que notó antes de entrar en esa inmensa boca fue su aliento.
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