Di por terminado mi plato de salmón y me dispuse a lavar la vajilla.
Estando la cocina limpia, decidí cerrar los postigos del enorme
ventanal. Afuera, el negro cielo se veía opacado por el resplandor de
las estrellas que brillaban con una fuerza jamás vista. Aproveché la
ocasión para disfrutar el espectáculo y me recosté cómodamente en mi
reposera plegable. Divisé fácilmente la Osa Mayor y Las Tres Marías pero
me costó encontrar mi constelación preferida: la Cruz del Norte. Al
cabo de un largo rato conseguí localizarla, pero cuando me disponía a
contemplarla escuché un ruido ensordecedor proveniente del interior de
mi casa de campo. Estupefacto, me puse de pie y me dirigí sigilosamente a
ver qué ocurría.
Tras revisar detenidamente cada rincón de mi finca, me volví
confundido a mi reposera para continuar disfrutando de la fiesta que la
fría noche me brindaba. Por más raro que pareciera, el brillo de las
estrellas aumentaba minuto a minuto al igual que mi entusiasmo. Con el
correr del tiempo, mi sueño se fue disipando para dar lugar a mi locura
pues no podía procesar lo que mis ojos veían. Créanme que en ningún
momento de mi larga carrera como astrónomo, tuve la oportunidad de
contemplar algo igual.
Desafortunadamente, la fiesta volvió a interrumpirse. Nuevamente, un fuerte ruido me sobresaltó y mi locura se transformó en tensión. ¿Acaso se había caído algo sin que yo pudiera descubrir qué era? Apunté en dirección de la puerta con la esperanza de revisar mi rancho y hallar una respuesta a esta pregunta.
Desafortunadamente, la fiesta volvió a interrumpirse. Nuevamente, un fuerte ruido me sobresaltó y mi locura se transformó en tensión. ¿Acaso se había caído algo sin que yo pudiera descubrir qué era? Apunté en dirección de la puerta con la esperanza de revisar mi rancho y hallar una respuesta a esta pregunta.
Tres cuartos de hora más tarde, me resigné sabiendo que no
encontraría explicación para semejante estruendo. Me acomodé por tercera
vez en mi asiento pero esta vez no por mucho tiempo. Escuché pasos
procedentes de la cocina, y de esos no tengo dudas; la noche se volvía
cada vez más extraña… A estas alturas, mi temor era insostenible. Para
consumarlo, y sentirme más seguro fui en busca de mi machete escondido
en el interior de mi caja de herramientas ubicada bajo el cobertizo al
fondo de la propiedad.
Al llegar bajo el cobertizo y lograr resguardarme, encendí mi
linterna recargable. Una vez hallada la caja, me incliné tembloroso para
intentar abrirla. La tapa estaba muy dura pues el metal de las bisagras
a ambos lados de la caja se había oxidado. Finalmente, tras un gran
esfuerzo, la tapa cedió lo que significó para mí un gran alivio. Estando
la caja abierta, revolví impacientemente hasta dar con mi reluciente
machete. Lo tomé con fuerza para poder sacarlo, me paré y apunté en
dirección a la cocina. Acto seguido, se levantó una leve brisa que me
acompañó hasta que cerré la puerta. Al revés de lo que había pensado y
aun con el machete en mi poder, el temor no sólo me seguía pesando sino
que crecía a cada paso.
Una vez en el interior de mi vivienda, caminé hasta que mi nariz se
topó con un fuerte olor a pescado. Escuchaba los pasos cada vez más
cercanos y no podía evitar sentirme observado. Con el corazón casi
saliéndome por la garganta, posé mi dedo índice sobre el interruptor
pero no me atreví a encender la luz. Cada segundo que pasaba me parecía
eterno y la intriga por saber quién se acercaba a mí se acrecentaba. Sin
embargo, mi dedo no sólo no ejerció fuerza alguna sobre el botón sino
que además soltó el mismo y se detuvo a esperar el momento de que le
diera órdenes. Tardé tanto en decidirme, que repentinamente la palanca
se movió como por arte de magia y las luces se encendieron. Los pasos
dejaron de escucharse. Casi simultáneamente, el viejo reloj cucú marcó
las dos de la madrugada.
Helado, observé a mí alrededor: platos y cubiertos sucios, más de una
copa con restos de vino e incontables tacitas con fondito de café. No
podía explicar lo que veía puesto que, como sabrán, había dejado el
ambiente en perfectas condiciones. Temblaba como una hoja y no podía
moverme. Me quedé inmóvil por un largo rato, hasta que una cruel y
bizarra idea se cruzó por mi cabeza: esta casa que alguna vez supo ser
solitaria y silenciosa había dejado de serlo. No pude evitar sentirme
indefenso tras este pensamiento a pesar de estar armado. Sentía unas
ganas incontrolables de gritar para descargar mi angustia, sin poder
comprender los sucesos que esta noche estaban acaeciendo. Pero mi
impotencia podía más. Traté de tranquilizarme un poco y tras respirar
hondo reiteradas veces, lo conseguí. Puse mi mente en blanco y apresuré
el paso para llegar al baño. Toallas mojadas, la ducha encendida, el
jabón recién comprado casi consumido. Cerré la puerta incrédulo, y me
eché a correr fuera. En el camino, tropecé con una voluminosa rama de
ciprés.
Y fue entonces cuando retorné a la realidad. El alma me volvió al
cuerpo. El terror despareció. La casa calló por fin. Mis ojos se
abrieron, las estrellas ensombrecieron y la comodidad de mi reposera de
roble se volvió a sentir.
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